Ostreros

Joëlle Brethes

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Joëlle Brethes

Ese país inmenso que se encuentra abajo del todo en el mapa de África es el país de Mandela y mi historia transcurre allí, con unos curiosos animales que no se ven en ninguna otra parte...

Era una tarde agradable de enero en la playa de Sedgefield. Un turista francés escondido detrás de una mata observaba un ostrero.

El ostrero es un ave que, como su nombre lo indica, se alimenta de los bivalvos que se encuentran en las fragosidades de las rocas. El turista sabía que estaba prohibido molestar a las aves y acercarse a lo que constituye su hábitat y su alimentación. Sin embargo, había visto a ese mismo pájaro el día anterior y regresó con sus prismáticos para observarlo con cautela. Solo quería observarlo.

El ostrero era viejo. ¡Muy viejo!

Si las aves envejecieran como los seres humanos, esta habría tenido el plumaje totalmente blanco. Pero las aves no envejecen como los seres humanos. Por eso, las plumas de este ostrero eran de un color pardo brillante muy bonito; sus patas tenían un magnífico tono anaranjado y solo el pico, que también era naranja, tenía un aspecto deslucido a fuerza de abrir las ostras con las que se alimentaba.

Ya había pescado cuatro ostras; la quinta cerraba con fuerza sus valvas tratando de impedir que su predador las abriera para devorarla. Después de mucho esfuerzo y mientras el turista lo miraba entretenido, logró hacerse con su presa.

Estaba a punto de comerse el delicioso molusco cuando un movimiento entre las hojas lo sobresaltó y lo hizo ponerse al reparo de las rocas. El turista se acurrucó en el matorral.

El ostrero miró hacia la derecha y hacia la izquierda para asegurarse de que no estaba en peligro y luego se acercó rápidamente de la ostra abierta que empezaba a secarse al sol. La tragó entera y al instante tosió y escupió en la arena un pequeño objeto esférico...

¿Una perla?

¿Era realmente una perla?

El hombre refunfuñó indignado cuando el ostrero, después de observar por todos los costados ese cuerpo extraño que no tenía para él ningún interés, lo arrojó al agua con el pico. Se le ocurrió entonces una idea genial. Salió de su puesto de observación y avanzó hasta el pájaro, que abría sus alas para alzar el vuelo.

—Tranquilo, amigo, no quiero hacerte daño —le dijo, primero en francés y luego en inglés pensando que, después de todo, en Sudáfrica hablaban inglés.

El ostrero dejó que se acercara:

—Buenos días, señor turista —le dijo en un francés impecable.

El hombre casi se muere del susto. Esperaba que el pájaro le entendiera, pero no que le contestara...

El pájaro le explicó que hablaba francés tan bien como inglés, que desde luego también conocía el afrikáans, además del alemán y el español. ¡En fin, era políglota!

El turista estaba maravillado y empezó felicitándolo por su talento, tras lo cual le propuso sus servicios: con un pico tan gastado, debía sufrir mucho, pobre, para abrir las ostras. ¡Solo hacía falta que las pescara! Él, Fernand Delaroche, se comprometía a abrírselas a cambio de casi nada... Se conformaría con esas bolitas blancas que a veces traen las ostras; sus hijos se pondrían contentos.

Con mucha honestidad, el ave le hizo notar que muy pocas ostras contenían bolitas como esa tan extraña que le había gustado...

¡Qué importancia tenía! Fernand estaba dispuesto a correr el riesgo. Sacó su navaja plegable, se precipitó hacia donde estaban las tres ostras depositadas en la arena y las abrió una tras otra con gran destreza. ¡Qué pena! Ninguna de las tres tenía una perla, pero el ostrero las devoró feliz y salió a pescar otra docena. Fernand las abrió con el mismo entusiasmo y sintió la misma decepción. Instante seguido, el ave declaró que ya no tenía hambre... Afortunadamente, estaban sus congéneres, que eran mayores que él y tenían el pico en iguales condiciones. Si Fernand estuviese de acuerdo para...

¡Claro!

Enseguida llegaron de distintos lugares otras diez aves.

Sin embargo, cuando estuvieron satisfechas, no quedó más remedio que admitir que ninguna de las ostras encerraba una perla.

¡Al mal tiempo buena cara! ¡Mañana será otro día! Convinieron que se verían al día siguiente. Fernand regresó a su hotel con las manos doloridas pero muy contento.

Al día siguiente, las aves lo esperaban en la playa, cada una delante de su montoncito de ostras recién sacadas del agua. Fernand se puso enseguida a trabajar. En el primer montón no había nada; nada en el segundo, ni en el tercero, ni tampoco en el cuarto. Tuvo falsas esperanzas al abrir las valvas de una ostra del quinto montón, y los seis últimos también resultaron sin interés.

A pesar de sentirse un tanto desanimado y tener las manos ensangrentadas, Fernand estaba a punto de darse cita con sus socios al día siguiente cuando un guardia le puso la mano en el cuello antes de que le diera tiempo a verlo llegar:

—¿No leyó el cartel? —le preguntó con dureza. Está estrictamente prohibido pescar ostras en esta área protegida.

—Pero... —protestó Fernand, que ya empezaba a hacerle un relato pormenorizado de su aventura.

—¿Aves que hablan? ¿Se está burlando de mí?

El guardia sacó una libreta y sin miramientos le hizo una multa al pobre Fernand: infracción de la legislación pesquera, agravio a un funcionario... De más está decir que le costó caro.

Los ostreros habían echado a volar en cuanto llegó el uniformado. Concentrados en una zona alejada donde nadie podía verlos, se reían a más no poder. ¡No había nada que hacer! ¡Se les podía hacer creer cualquier cosa a estos humanos! ¡Son tan estúpidos como codiciosos!

Cuando la playa volvió a estar desierta, las aves regresaron para limpiarla de los moluscos vacíos. Recuperaron la perla del agua, dispusieron unas ostras frescas junto a ella en la arena y diez de los once ostreros volvieron a esconderse.

—Ahí llega otra vez «uno» con prismáticos —dijo el que quedaba, al cabo de unos minutos. Deséenme suerte, compañeros.

Y empezó a arremeter la ostra con el pico...

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