Un charco de lágrimas

Thierry Covolo

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Thierry Covolo

Translated by Alicia Martorell

Me gustaba mucho ir con Ema a la escuela.
Por la mañana, me tragaba el desayuno de un bocado para llegar al cruce antes que ella. A veces, mamá decía: «¡Vaya, sí que tienes prisa por llegar al colegio!». Entonces me encogía de hombros, volviéndome para que no me viera ruborizarme, tomaba la mochila y me iba corriendo al cruce, lo más rápido que podía. Por si llegara antes que yo y se olvidase de esperarme. Aunque no pasó ni una vez.
En el cruce, había un árbol. Me apoyaba en él para recobrar el aliento. Desde allí, veía el camino por el que venía Ema. Cuando llegaba, le decía: «¡Hola M!». Ema me contestaba: «¿Todo bien, Howie?». Y seguíamos juntas hasta la escuela.

Ema había leído todos los libros que podían encontrarse por aquí. Incluso los que los adultos consideraban demasiado complicados para nosotras. Conocía cientos de historias y a veces por el camino me contaba una. Era capaz de explicar todos los misterios del universo. Hubiera podido presumir con todo lo que sabía, pero no era su estilo. Explicaba las cosas con palabras sencillas, a menudo yo entendía las cosas antes de que terminase de contarlas.
Ema era la sabia más fantástica del mundo. Estaba orgullosa de ser su amiga.

Aquel día, estaba todavía más impaciente por encontrarla. Lo que le tenía que contar era increíble. Daba vueltas alrededor del árbol. No dejaba de vigilar la carretera.
Cuando por fin llegó Ema, me abalancé sobre ella.

—Escucha, M, tengo que contarte una cosa. No tengo ni idea de lo que puede ser. Esta noche no he dormido. A lo mejor piensas que estoy loca. O que estoy alucinando, pero sé lo que he visto, y...

Ema se volvió hacia mí y me dijo riendo:

—Howie, no te olvides de respirar. Va a ser complicado que me lo cuentes si no respiras.

Tenía razón. Respiré. Y empecé a contárselo mientras que nos poníamos de nuevo en camino.

—Estaba haciendo los deberes en mi cuarto. Con la ventana abierta. Hacía muy bueno. En un momento dado, escuché como un llanto. No muy fuerte. Como si alguien hiciera esfuerzos para que nadie le oyera llorar, pero estuviera demasiado triste para parar. Venía de fuera.

Había logrado captar la atención de Ema. No decía ni una palabra. Simplemente asentía con la cabeza.

—Fui a la ventana y escuché atentamente. Me di cuenta de que venía del seto. Salí, me acerqué sin hacer ruido y me agaché para mirar. Había algo en el seto, no muy grande. Apenas lo vi, salió corriendo bajo las ramas. Entonces lo seguí. A cuatro patas. También arrastrándome. Escuchaba las hojas que se movían delante de mí, y más llantos. A veces lo veía fugazmente —bajito, rechoncho, oscuro—, pero desaparecía demasiado rápido como para que lo viera bien. «No tengas miedo», le dije, «no soy mala», pero seguía huyendo, atrapado en el seto, entre el muro que no podía cruzar y el jardín en el que no se atrevía a entrar. Ya sabía que al llegar a la punta estaría acorralado.

Me callé. Solo para preguntarme, por última vez, si estaba segura de lo que había visto, y, sobre todo, si estaba lista para contárselo a Ema. Ella no me dejó pensármelo mucho tiempo.

—Y entonces —me empujó a seguir— ¿lo atrapaste?
—Se quedó encerrado. Exactamente como había previsto. Entre la tapia y la cabaña del jardín, al final del seto, y yo ya lo estaba alcanzando. Se puso a llorar más fuerte. Escuchaba sus sollozos mientras me arrastraba hasta él. Mi curiosidad crecía... Avancé hasta llegar junto a él. No tuve mucho tiempo para verlo, pero no es fácil que lo olvide... Era muy bajito, un retaco. La piel muy oscura, arrugada, como si le quedara muy grande. Cubierto de pústulas. O de verrugas, no sé. Una nariz chorreante, y sus ojos, con enormes bolsas y lagrimeando, como si se hubieran dejado el grifo abierto. ¡Qué feo era! ¡No se puede ser tan feo! Pero no feo de los que dan miedo, feo de los que dan asco.

Mientras contaba la historia es como si volviera al seto. Me dio un escalofrío.

—Nunca podré olvidarlo, seguro. Y luego, de repente, se puso a llorar como una magdalena. Llorar, pero llorar. No quedó nada de él. Lloraba tanto que solo quedó un charquito.
Ema y yo nos quedamos en silencio.
—Creo que lo he matado —murmuré—. A su manera, claro. Es espantoso. Le di tanto miedo que lo maté.
Ahora mis ojos estaban llenos de lágrimas. No me apetecía que Ema me viera así, así que empecé a mirarme los pies.
—¿No sacaste una foto? —me preguntó.
—No se me ocurrió —suspiré—. Bueno, sí, pero demasiado tarde, solo saqué una foto del charquito.

Se lo enseñé en el teléfono. Ella frunció el ceño. Luego amplió la foto y señaló algo, diciendo pensativa: «Lágrimas y burbujas...». Luego buscó algo y, enseñándome la pantalla, añadió: «¿Eso es lo que viste?». No pude retener un grito. Era solo un dibujo, pero era exactamente eso. Tan feo como en la realidad.

—Entonces no es una leyenda...— dijo Ema—. Leí un libro que habla de un montón de criaturas imaginarias del mundo entero. Entre ellas, había una muy tímida y muy fea, y muy triste de ser tan fea y de estar tan sola, tanto que no para de llorar lamentándose. Parece que un día un cazador lo capturó y lo encerró en un saco, pero cuando lo abrió dentro solo había agua. Lágrimas y burbujas.

Paramos a unos metros de la escuela. Los otros nos saludaban, pero apenas contestábamos.

—¿Y esa criatura tiene un nombre? —pregunté.
—Sí —contestó Ema—. Es un squonk.
—Un squonk —repetí—. Había un squonk en mi seto, quizá el único que existe en el mundo, y lo he matado.
—No —sonrió Ema—, no lo has matado. Es su forma de escapar, no de morir. Luego seguramente recuperó su forma.
—Eso me parece mejor —dije aliviada—. En todo caso, es un descubrimiento increíble. ¿Te das cuenta? ¡Tenemos que decir a todo el mundo que no es una leyenda!
—Sobre todo, creo que hay que dejarlo en paz, Howie —me detuvo Ema—. Imagina su vida si esto se supiera...

Reflexioné un momento. Tenía razón. Tal y como es la gente, intentarían capturarlo. Lo encerrarían, lo estudiarían y, seguramente, lo disecarían. Mejor no decíamos nada a nadie. Muchos animalitos seguirían existiendo si la gente hubiera creído que eran una leyenda, como los pájaros dodos, o quizá incluso los unicornios. Y además era un secreto solo para nosotras dos y eso me gustaba.

—Vamos —dije—. Van a tocar la campana.

Y juntas cruzamos la puerta de la escuela.

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